miércoles, 25 de agosto de 2010

Recuerdos

De nuevo, aunque leve y casi artificialmente, la soledad. La misma que tanto ha podido ser odiada y despreciada pero que también, caprichos extraños los del espíritu, fue añorada con el especial cariño que los desequilibrados mentales ofrecen a sus retorcidas obsesiones. Ahora ya puedo, lejos de ti, sin verte ni oírte, sin aspirar tu calor ni palpar tu dulzura, escribir para ti, para ti, y para mí, para los dos. Ahora ya puedo recordar, lejanamente, con la vagueza de un boceto a medio hacer en el estudio del artista, los momentos que juntos vivimos, esos que dicen, se le pasan a uno por la mente cuando siente el acercarse de la muerte.

Puedo recordar aquel no muy lejano país en el que comimos, dormimos, hablamos y caminamos sin despegarnos ni un minuto el uno del otro durante varios, cansados, y desgraciadamente cortos, días de agosto. Y si aquella tierra rememora a gentes usuales los tópicos monumentos históricos, casi venerados por mera inercia, o a los eruditos y amantes de la densidad de la historia, los sucesos gloriosos y penosos que edificaron nuestro porvenir, a mí, entre esculturas clásicas cuyo valor me ha sido inculcado, y experiencias existenciales nacidas del pasear por caminos mil veces allanados por fieros antepasados que también, a su modo, se enamoraron, sólo me ofrece la memoria el presente de tus líneas, dibujadas en un hostal válido pero de escasa elegancia, quizá acorde con nuestra naturaleza. Por ello guardo con especial cariño no las ruinas de los templos que albergaron ritos a poderosas divinidades que quizá aún vigilan con curiosidad y sorpresa nuestros actos, ni las calles de pasado medieval por las que nobles caballeros cabalgaron inconscientes de su culpa en la ignorancia y penalidades de la masa campesina y burguesa, lo que albergo, en mi interior, es el recuerdo de tus miradas y sonrisas, siempre, a mí dirigidas.

Fueron quizá simbólicos nuestras caricias en aquel colosal edificio que albergó batallas sangrientas en nombre del ocio popular a expensas del poder imperial, y más aún poético si cabe nuestro amor confesado a través de la mutua lectura de las utopías versadas por un viejo inglés cristiano adelantado a su tiempo en un extenso llano, tiempo ha, cuna de las competiciones más espectaculares y peligrosas. Sufrió nuestra economía los derroches, con mayor o menor acierto, que compensaron a nuestros estómagos, asistidos por todo tipo de manjares que a tu lado siempre supieron mejor. También fue sufrimiento, lo que dejamos para nuestras piernas, sostenes imprescindibles de nuestros paseos interminables por la urbe más atemporal del planeta, pero sufrimiento ampliamente enajenado no sólo debido al poderoso sentimiento de superación o al éxtasis turístico, sino a la compañía regalada por cada uno de nosotros a nosotros mismos.

Recuerdo, lejos de todos los momentos generalmente mentados, aquella extraña y breve exposición que acompañó nuestra visita por las colecciones artísticas de un palacio convertido en museo, aquella que no te gustó precisamente por breve, y quizá, por falta de sentido. Probablemente no comprendimos aquellos lienzos, su exacto e incontrovertible sentido y significado, así como su amplitud y extensión. Quizá mi mente lo presenta a este ejercicio de introspección que yo pretendo regalarte, por ser esta amistad, esta relación, el amor, un concepto también complejo y difícilmente traducible, por ser ahora nuestros besos, tan llanos y sencillos como esa felicidad tuya que trasmites convirtiéndote, literalmente, en una chiquilla, cuando tiempo atrás resultaban imprevistos, dulces, pero inspiradores de innecesarios temores. He comprendido ahora, no los lienzos, ni la brevedad de aquel pintor extranjero, sino tus labios, tus abrazos, las miradas y palabras por ti dedicadas, mías ya, grabadas en mi carne y fundidas en mi mente.