martes, 28 de septiembre de 2010

Recuerdos de una anciana en el parque

Balanceando su cuerpo con una suavidad ya casi por completo huida, caminó la larga avenida de asfalto hacía la terraza en la que retomaría la rutinaria lectura acompañada de un siempre amable trago de té. Los años habían dejado en su cuerpo la huella del tiempo, ante todo en su rostro, otrora, motivo de enloquecimiento e irracionalidad por parte de muchos hombres que quedaron prendados de su mirada. Si antaño sus ojos refulgían como si reflejasen, fuese de noche o de día, la luz del sol, ahora se habían tornado grises y apagados, como una vela consumida. Si su piel fue tersa y suave, seda en manos de tan pocas afortunadas manos que conquistaron semejante territorio, ahora el rostro se completaba por un cúmulo de arrugas e imperfectos accidentes epidérmicos. Sus piernas, también erosionadas por el fluir de los años, podían al menos sostener el resto de su cuerpo con sólida firmeza.

Soplaba el viento a rachas, unas con suavidad, como acariciando a los chopos que gobernaban simétricamente el camino, otras con furia, arrastrando las hojas que, con el inicio del otoño, ya se dejaban matar, vanguardia de un fatídico batallón. Los escasos paseantes andaban embaucados en sus quehaceres cotidianos, poco atentos los unos a los otros, casi ajenos a sus mutuas y necesarias relaciones, y ella construía un definido entramado en su imaginación en el que cada pequeña actividad de cada gran desconocido quedaba necesariamente unida al resto. Si el cartero llevaba sus cartas y la deudora recibía sus avisos de embargo, esta ya anciana mujer de buenos sentimientos sabía muy bien encontrar la causalidad en sus rostros. Cuán diferente era observar al cartero entregando sus cartas siendo la deudora como observar a la deudora siendo el cartero, pero también era admirable virtud la de esta señora, que, con el fútil ejercicio de observar, comprendía la mirada tanto de uno como de la otra, como si ella misma trasmutase en ellos por un corto lapso de tiempo.

Sentó pronto en su destino, una sencilla mesa metalizada en una terraza cercana a un tampoco excesivamente aconsejable jardín. Niños se oían en la lejanía, jugando a quererse y odiarse, todavía no capaces de hacerlo en realidad. Más hojas caían, y menos viento soplaba, quizá entiéndase esto, como una colectiva rendición. Allí le acompañaban escasos clientes, habituales en aquellos parajes, ya fuera por su cercanía al parque o al centro de ancianos. También una risueña camarera que tonteaba con un guarda que probablemente doblaba su edad. Comenzó en tan sereno contexto, la mujer, anciana pero algo joven, a leer su novela, y a entregarse a las vicisitudes de unos extraños que bien podrían enamorarla como hacerle perder el tiempo. Poco importaría esto último, cuando su vida ya era sólo un puñado de tiempo dispuesto a ser repartido en aquello que se le antojase.

No necesitaba leer para conocer que hubo otros tiempos, días coetáneos a sus aventuras de independencia y amor, en los que existía una ilusión compartida, un sueño común. Unas convicciones que alegraban a los tristes y alimentaban a los hambrientos. Deseos y anhelos de vida y felicidad, utopías que cumplir, con las que engañar a la incertidumbre. Quizá algunos se empaparon de semejantes ideas por su única y exclusiva fuerza de deseo y voluntad, o incluso por su capacidad intelectual, pero cuántos otros más, como ella, quedaron contagiados por el entusiasmo que amigos y vecinos irradiaron por las ciudades y los pueblos. Todo ello, en tiempos de sombra y exclusión, de dominio, de dictadura.

Que decepción tener que conocer la otra vertiente, el mar en el que desemboca el río. Si era duro mantener la libertad enjaulada por decreto, más duro fue ser consciente de que los sueños, como dijo el sabio Calderón, sueños son. ¿Y cuanta gente mató y se dejó matar por tales sueños?¿En balde sus muertes? Un nuevo mundo llegó, sólo por la mera paciencia, conseguido, exclusivamente, por la fuerza de las costumbres de otras tierras en las que la libertad era bien mirada. Pero que desengaño conocer la decrepitud, que en todo bloque, todo mundo, todo color, sustentaba la irrealidad que se publicitaba, que triste comprender que los sueños, en la vida real, se alimentan, como todo ser, de otros seres, y no pueden construirse de la nada.

Al menos, esa camarera y sus miradas al guarda, al menos esta novela que entre sus manos contemplaba, esas hojas que caen, y esos niños que juegan. Al menos el recuerdo de lo bello que fueron esos tiempos que aún perduran en su mirada, apagada.

Pagó y se marchó, olvidando al rato las aventuras narradas en su novela. Otras personas ocuparon su mesa en la terraza.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Novedades

Nuevos días con nuevas historias que parecen surgir, como hojas cáducas de árbol, en el poderoso remolino primaveral. Horas que tran recuerdos de las ya pasadas, y que huelen a tiempo vivido, pero siempre acompañadas de nuevas experiencias, nuevos sentires unidos al mirar expectante y curiosos de un sujeto que percibe el mundo con intención de atraparlo y clasificarlo con la ambigüedad y cuota caótica que merece.

Nuevos recomenzares, nuevos andares, acompañado por las buenas amistades y por el profundo y enraizado interés por aprender de cada minuto lo suficiente para escribir a dos o tres personas cercanas lo que horas tardasen en leer.

Amor y buen rollo.

(Y a currar)

lunes, 6 de septiembre de 2010

Canto a la contradicción humana, justificación de la desconfianza y defensa poco reflexionada del pragmatismo

La maldad humana, el pecado, o para no perdernos en terminología religiosa o de connotación excesivamente (dogmáticamente) moralista, la indiferencia o el placer humano hacía el dolor, sufrimiento o frustración ajenas, es omnipresente. Pocos pueden ya, dulcificados por una benigna inocencia, intuir una paz venidera para con el prójimo y defender así, como un probable y posible producto de la evolución humana, un estado de convivencia sosegado y ajeno al temor provocado por la capacidad humana de prevenirse ante el ataque de seres semejantes a él en su naturaleza. Por supuesto, los ancianos, los viejos de corazón, y ya los niños en el patio del colegio saben muy bien que la crueldad prima en cada mirada o palabra proyectada por sus congéneres. La maldad humana, y olvidemos ya el temor a incurrir en dogmas cuando toda opinión viene a serlo, está ya inscrita en nuestra rutina y en nuestro estilo de vida. La desconfianza es siempre un buen consejo, la hospitalidad con extraños, un riesgo. Las buenas palabras, las promesas y arrepentimientos, por muy bien acompañados que estén de ruegos y demás gesticulaciones hiperbólicas que pretendan dotar de mayor autoridad al testimonio dado, quedan únicamente en mera probabilidad para la esperanza, y no en ciencia exacta irreversible.

El daño provocado por el hombre hacía sí mismo, dado de generación en generación y remontado hasta el inicio de los tiempos deja ya en los espíritus la idea de que es innecesario nombrar la bondad como sustento de sus ideologías, proclamas u objetivos. El mal hacía uno ejercido es buen motivo para revertirlo contra los demás, importando en pocas ocasiones la relación causal. Y al final el mal es mero primogéntio del mal, que es sinónimo de hombre. ¿Como no entrecerrar los ojos ante quienes quieren ganarse nuestra confianza después de tanta batalla acaecida? ¿Como no odiar y ser odiado si la historia que hoy estudian los jóvenes no es otra historia más que de la codicia y ambición que aún hoy sustenta nuestra vida? ¿Como no desestimar los discursos de aquellos que tanto se parecen a nosotros cuando conocemos tan profundamente nuestra naturaleza, nuestro más verdadero ser?



Difícil la sintonía entre las pretensiones que la imaginación pretende convertir en realidad y la realidad del comportamiento humano motivado por pulsiones animales y pasiones heterodoxas. Quizá, como de costumbre, sea otra gran pasión humana, no el deber cumplimentado, ni la virtud bien entrenada, la que produzca otro gran paso de la humanidad, convirtiendo los deseos ingenuos de unos cuantos soñadores en la apacible existencia que unos muchos pocos experimentamos, construida esta, no sobre el utópico altruismo humano, sino, más bien, por su antónimo. Nadie es perfecto, si funciona, bienvenidas sean las serendipias, insociables sociabilidades o manos invisibles. Siempre, y sin ello no firmemos, con prudencia y ciencia.