jueves, 18 de noviembre de 2010

Reflexiones en torno a Meursault y el absurdo de la vida

A veces, como estudiante universitario, uno queda sorprendido, anonadado y totalmente admirado. Determinado profesor supo hace un par de dias realizar una verdadera clase magistral, en su sentido más encomiable, y dejar maravillados a todos aquellos que acostumbran a visitar aulas avivadas por los ecos nacidos de las gargantas de maestros de toda condición y estatura. Si alguna vez uno toma la vía de la docencia, en cuanto a lo laboral se refiere, o sin necesidad de ello, siempre debiera haber asistido a una de estas clases en las que no necesariamente se trata un tema esencial o especialmente interesante, pero en las que el profesor, guía y piloto de la clase, aquel que se dedica a escoger el tema de la lección, distribuírla en diversos apartados y trasmitirla con mayor o menor acierto y claridad al alumnado, demuestra una habilidad espectacular para improvisar una clase perfectamente coherente y estructurada en la que es difícil perder el hilo de lo que se está diciendo y en la que se explicitan conceptos básicos de un modo pedagógico sin que ello implique simplicidad o insustancialidad.

Pues bien, esto que encarecidamente recomiendo es lo que yo y unos cuantos más pudimos disfrutar por mera casualidad. Muchas veces los profesores, tratándose de sabios profesionales universitarios, y siendo aún más esforzados y rigurosos aquellos que se dedican a la sesuda labor de la filosofía (y por qué no mencionarlo también, del mantenimiento del prestigio académico), es lógico y normal encontrar con auténticos maestros que saben plantear problemas interesantísimos y transmitirlos con solvencia a sus discípulos, siendo también capaces de responder con sabiduría y contenido a las preguntas que estos pueden ir planteando de forma azarosa y arbitraria. Lo que no suelen hacer, ya sea por incapacidad, o por propia voluntad, es converitr las preguntas improvisadas de un alumno en una lección de más de una hora de duración perfectamente hilvanada y cohesionada cuyo interés, tanto formativo como ocioso, es inherente a la misma.

El principal tema, por resumir y simplificar un poco, que tal mañoso profesor, fue la ciencia, y su definición defendida por Max Weber como desencantadora del mundo. La ciencia moderna, siguiendo los principios del sociólogo alemán, debe cortar toda relación con los principios o axiomas que rigen el comportamiento humano o que estipulan las diferentes creencias, ideas y culturas que forman las distintas comunidades. Esto significa que la ciencia nunca jamás debe escapar de su metodología y campo de estudio, lo empírico, lo objetivo, lo absolutamente susceptible de análisis y predicción, sin atender, para obtener resultados, respuestas y soluciones a sus investigaciones, a todo aquello que provenga de lo que ella misma no ha establecido y comprobado bajo estrictos criterios epistemológicos. La ciencia debe estudiar los fenómenos dejando de lado toda interpretación subjetiva de los mismos, todo juicio de valor que los sitúe más allá de su concepción como simples hechos, aunque sean interesés, subjetividades, interpretaciones o valores los que manejen los medios y los fines de esta ciencia que se pretende aséptica.

Esta pulcritud científica, esta total indiferencia ante lo bello, lo feo, lo justo, lo injusto, lo bueno, lo malo, lo pasional, lo emotivo, lo sugestivo, lo atractivo, lo sensual y demás conceptos con los que la ciencia tiene vedado jugar a no ser para intentar darles explicación, me recordó, si no más bien la asociación de ideas se dio en el sentido contrario, al desgraciado personaje protagonista de la breve novela de Camus, El extranjero. En esta estimulante historia se nos introduce en el frio mundo de Meursault, un tipo enteramente normal y cotidiano cuyas emociones y demás facultades de orden empático, así como sus creencias morales, parecen no coincidir con las del resto de personas con las que convive ni con aquellas más fundamentales de nuestros cánones habituales.

Meursault no parece sentir necesidad de entablar grandes lazos emocionales con aquellos sujetos con los que convive, únicamente aprovecha, no sin valorarlos, sus momentos de compañía atendiendo principalmente a sus necesidades fisiológicas más básicas y un muy presente comportamiento cortés y respetuoso, la más de las veces, indiferente. Meursault no necesita acordarse de la edad de su madre recién fallecida, ni llorar su pérdida, tampoco declarar amor a su bella compañera, pese a que probablemente sea el más puro amor el que sienta por ella, adornado exclusivamente por su simplicidad y naturalidad. Por supuesto, poco le importa al protagonista de la novela juzgar la calaña moral de sus compañeros de vivencias, ni el resultado de sus acciones, pareciendo difícil para él ponerse en el pellejo de otros, con la excepción del caso de su patrón, del que teme, exageradamente, que le reproche sus días de excedencia por la muerte de su madre, pudiendo Camus querer entablar aquí una línea de reflexión de cariz izquierdista, destacando como una ausencia total de valores encaja perfectamente en un mundo de capataces y operarios subordinados.

En definitiva, lo que Meursault hace, dejándose llevar por unos derroteros o por otros sin importarle las intenciones ni las consecuencias de sus motivadores, obviando toda valoración que vaya más allá de lo exigido por sus inocentes instintos o impulsos, no es sino desencantar el mundo, vaciarlo de sentido, tal y como hace la ciencia moderna, cosificando y desvivificando lo que bajo otros criterios de interpretación es rico en matices, posibilidades y valores. La cuestión está en que la ciencia es eso, ciencia, y Meursault, un ser humano, y si la ciencia, como instrumento humano, puede permitirse el lujo de obviar los múltiples sentidos de la vida, Meursault sufre las consecuencias de ello.

Curioso es que tales consecuencias no sean la infelicidad, el deseo de la muerte o la desesperanza, en absoluto, Mersault es un hombre simple, no alegre, pero tampoco triste en sus circustancias, muerto en cierto sentido, pero anhelante de ingestar la próxima cena. La última consecuencia que de su personalidad deviene es, sin embargo, el desprecio, el odio de aquellos que no pueden comprenderle y que no pueden permitir que su carencia de valores acompañe la acción de los miembros de su comunidad, ya sea por miedo, sincera repugnancia, o inconsciente envidia.

La vida amoral e indiferente de Mersault resulta recomendable, como motivo literario, para autores como Camus, quien supo aprovecharla para fabricar una narración que en su latente angustia se muestra repleta de esa llana belleza que los existencialistas, como hábiles fotógrafos, supieron capturar de las situaciones más banales, otorgando valor (en un contexto de desvalorización que Meursault metaforiza) a lo que hasta ahora había quedado excluído de la ortodoxia y el dogma, desde la más sabia subjetividad. Sin embargo, fuera de su utilización poética o filosófica (materias poco alejadas), el comportamiento nihilista de este singular personaje novelesco, no lo recomiendo a nadie, si acaso es posible llevarlo a la práctica.

Como Camus plantea en sus escritos y reflexiones sobre el mito de Sísifo, personaje mitológico que es castigado por los dioses a empujar un pesado peñasco hasta la cima de una colina para lanzarlo al vacío y volverlo a arrastrar eternamente, el absurdo de la existencia, su ausencia de sentido, su tragedia, aquella que los antiguos griegos y el arqueólogo Nietzsche supieron subrayar, es también asumible, soportable, y...agradable. Dice Camus:

"Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre con su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo, desde ahora sin amo, no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada destello mineral de esta montaña llena de oscuridad, forman por sí solo un mundo. El peso mismo de la roca hacia la cumbre basta para llenar el corazón de un hombre.

Hay que imaginarse a Sísifo feliz."

También Meursault era feliz, no entendiendo lo bueno o lo malo, ni el amor o el odio, consciente, como declara al párroco, de la vacuidad de su mundo, del ateo absurdo de la existencia, pero despreocupado, nadando en la playa argelina, junto a la atractiva Marie, cuyos besos de vez en cuando añora, y deseando, en sus últimos momentos, el reconocimiento, aunque sea este mediado por el desprecio y el asco, que le retenga de la absoluta soledad, y aleje la conciencia de la terrible nada que es la muerte.

Nosotros, hasta de la nada, y la perspectiva de muerte, como del sinsentido, podemos hacer un mundo, una narración, una vida, una felicidad. Y arrastrar eternamente la pesada piedra, en ocasiones con dolor y pesadumbre , en otras, con fulgurante alegría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario