miércoles, 24 de marzo de 2010

Cierta escena...



En cierta escena de La notte, la protagonista de la historia de Antonioni, vaga por las calles de una Milán polifacética, aquí sede de la moda y vanguardia de la modernidad, allí hogar de la violencia callejera y la ruina arquitectónica. Como buena “flâneur”, convierte su caminar por las interminables calles de la ciudad italiana en una apertura a un mundo de posibilidades visuales y artísticas, tanto para ella misma, como protagonista, como para el espectador. Somos, como en toda película, partícipes de los sentimientos y emociones que vive nuestra compañera más allá de la pantalla(aunque aquí debemos esforzarnos por intuir qué piensan esos rostros que miran el espacio que les rodea). El paseo por la urbe, lejos de ser un simple ejercicio de fácil entretenimiento, implica un viaje casi espiritual, introspectivo. Se trata, pues, de la profundidad de la mirada del paseante que encuentra en la ciudad, aunque bien podría sustituirse esta por otro entorno al azar, un reflejo de sí mismo. Cada mirada, cada fogonazo de luz atravesando un ventanal, cada árbol inclinado, cada edificio de muros asediados por el vandalismo, cada edificio avituallado con refinamientos de mármol, cada espacio y cada figura con colores, aromas y extensiones particulares suponen para el espectador no sólo el posible placer de una primera y fugaz contemplación, sino también su asimilación y su ordenación en el intrincado almacén de su intelecto. El resultado obvio e ingenuo del idealismo más resabido: la realidad está en nuestros sentidos, el áspero tacto de la vieja tela de la cortina, es exclusivamente nuestro, y su posterior imagen mental, así como sus implicaciones, asociaciones, un mundo inagotable de creación en el que estas humildes líneas suponen mi pequeña aportación.

Si uno ve la película de Antonioni pausando cada cierto tiempo el reproductor, encontrará una serie de fotografías de belleza poco cuestionable. Deberíamos probarlo más a menudo en nuestras vidas, en nuestros paseos que siempre tienen un sentido, un destino fijado. La rutina, el orden y el miedo a no encontrar el camino de vuelta impiden que vaguemos dispuestos a absorver cada detalle a nuestro alrededor. Curiosamente, es más fácil cuando eres un niño, o, tristemente, cuando la melancolía es compañera de viaje. Recuerdo haber escrito con mediocridad sobre un escritor cuya vida feliz le impide encontrar inspiración. Es necesaria una actitud abierta, una capacidad de absorción, una sensibilidad excitada que permita la contemplación estética del mundo, no su común y corriente intelección práctica o absolutamente vaga e indiferente. La desolación, la frustración ahogada en puños cerrados y la tristeza estimulan esa capacidad de empatía con la naturaleza, con lo otro, y refuerzan la creatividad que ordena y reelabora toda la información recogida(la maja desnuda, por utilizar un ejemplo, no es sólo una obra de valor histórico y pictórico, también es la mirada de aquella mujer que conociste o la incompartible alegoría de tu soledad).



En La Notte, la melancolía también ayuda a la protagonista, no quizá a un espectador perplejo, que intenta intuir el porqué de tan extraño viaje, las motivaciones que infunden movimiento a esas piernas, la curiosa y quizá agobiante forma de encuadrar del director, su modo de ordenar el espacio para su presentación. La muerte está presente continuamente, la vejez, el paso del tiempo, la vida perdida, el agua evaporada, y ante semejante horizonte, el miedo, el miedo ineludible de la ausencia de sentido, del absurdo de vivir en el absurdo y no querer abandonarlo. Pero considero que la muerte, incuestionable influencia en el caminar de la mujer que vemos por las calles de Milán, es tan sólo un detalle que bien podría eliminarse o sustituirse. La soledad, a veces buscada, pretendida, el sentimiento de destrucción y autodestrucción, solapándose a la armonía creada por la misma fuerza instintiva de dominación y supervivencia, y ante todo, el tedio, el aburrimiento cínico de Baudelaire, aquí empujado a una pusilanimidad y al agobio frente a la energía de la ciudad y las convenciones de sus habitantes, son más desasogantes si se presentan como inmortales. Sin embargo, también es activa, participativa, la mirada de esa mujer, que aún deja entrever una chispa de erotismo, de deseo frente a hombres extraños, como animal mudo e indefenso que a la llegada de la noche busca un cálido refugio.

Ella se embebe en la contemplación de objetos bien definidos y diferenciados, conociéndolos y conociéndose a través de ellos, entendiendo su yo que acompaña a toda representación de la sensibilidad, ahogada por la majestuosidad inhumana de una arquitectura inmensa que Antonioni sitúa en los planos como cíclopes que asedian a la indefensa mujer, como un gritar que la vida es difícil y que asusta. El existencialismo, la continua introspección, el diálogo interno que un objeto provoca en su espectador y sus evocaciones, contribuyan a su dolor o a su alegría, no es más que mera egolatría. El arte, la filosofía, la filantropía, la misantropía, el caminar con destino fijado o el caminar hacía la nada. Todo partiendo de una única y misma causa, el ego. El amor.

1 comentario:

  1. Silvia. (esa Roja de por ahí!)26 de marzo de 2010, 11:13

    Pasearemios por las calles de pequeñas aldeas francesas.
    Turín, qué bonita ciudad!
    Amor, por favor, quiero más.

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