domingo, 24 de enero de 2010

Bésame, B.

Alzó su cuerpo de la cama y tramitó unos pequeños pasos, vagos y perezosos, hacia el alfeizar de la ventana. Allí, justo a una altura menor de unos aproximadamente veinte centímetros, situado a la derecha de la única brecha que iluminaba la estancia y demostraba la existencia de la vida más allá de un hortera papel de pared, se encontraba una empolvada mesa en la que, entre folios desordenados y relojes de bolsillo suizos, se encontraba un buen vaso de whisky ya servido. Tomó, sin mirarlo, captando intuitivamente su posición, aquel contenedor de relajante droga y sorbió suavemente la sustancia agria que acostumbraba a desayunar cuando visitaba esa vieja habitación para comprender.
Porque él quería comprender, y no había nada más estimulante que pagar las veinte libras que costaba aquel destartalado y mohoso cuartucho donde años atrás nació para comprender, enlazar, conectar y complementar todas las piezas que ensamblaban su lenta y poco sorpresiva vida. De este modo podía llegar al origen, real, de todo lo que acontecía y aconteció, asegurándose, en momentos de turbación, que partía desde donde debía partir, desde tierra firme, hacía el resto de conclusiones inferibles. Esta intranquilidad, curada siempre con una larga noche de reflexión en el lugar del que hablamos, solía surgir escasas veces, quizá una o dos cada tantos meses, cuando algo no funcionaba como el buen entendimiento certifica que debe funcionar.
Miró por la ventana largo rato, aspirando el aire fresco y embelesándose con los andares de las paseantes que alimentaban la vida de una amplia y sucia calle de las afueras. Sí, sus aptitudes y capacidades, pese a haber sido superiores a las de su contrincante, no habían sido suficiente para vencerle. Él supo manejar las cuentas de la fábrica con una atención casi religiosa, demostrando una habilidad magistral para el cálculo, la previsión y la eficiencia frente a un secretario del director poco dado al pensamiento profundo, algo torpe en sus movimientos intelectuales y verdaderamente menos cualificado para obtener el puesto de subdirector. Pero aquello por fin, ya no era motivo de disturbio mental, pues poseía su lógica. Si bien sus hazañas laborales superaban por mucho a las de su compañero en la fábrica, estas habían resultado pasar en gran medida desapercibidas por un director ante cuya presencia apenas habría estado un par de veces, por contra, su desdeñado compañero, resultó, como secretario, la mano derecha del director, alabando, como no, todas sus acciones, incluidas sus torpezas y sus malas elecciones, para conseguirse paulatinamente su simpatía. Y no quitemos importancia a la torpeza y las elecciones desafortunadas, pues son las que han permitido el descenso del beneficio durante este año, y también, el enemigo contra el que este reflexivo contable tuvo que lidiar con empeño, acompañando su firma siempre los informes más desalentadores.
Sin embargo, ya todo aquello resultaba indiferente, la rabia y el sentimiento de injusticia eran ya ilegítimos. Si bien lo ocurrido puede considerarse injusto, es natural, casi inevitable, sucedió porque las condiciones que lo preludiaron así lo determinaron, y si él no supo apreciar tales condiciones para evitarlas, formó parte de las mismas, y es tan culpable como la inepcia del director.
Podría dormir tranquilo, todo seguía su curso, todo mantenía el sentido. Si acaso no hubiese sido lo aquí expuesto el motivo de su no elección como director quizá existiese otra circunstancia que así lo dispusiese. Probablemente una atracción homosexual del director por su secretario, tal vez debido a las posibles acciones turbias del mismo obligándole a ello, o quizá incluso se debiera a un contexto religioso, posibles visiones alucinógenas de la divinidad que ordenaban la elección del secretario. Que más da, lo más importante es que se debía a que un A enlazaba con un B, y eso, eso le relajaba.
Miró a un caminante, supo que portaba un paraguas porque era capaz de predecir, por el aspecto del cielo e incluso quizá por el tipo de viento que azuza las veletas, que llovería durante aquella mañana. Bebió de nuevo su whisky, consciente de que aquel sabor era producto inevitable de determinado numero de años de destilación. Observó el edificio de enfrente y vislumbró la semilla, la premisa, los materiales extraídos de las colonias para decorar las cornisas y los alfeizares, los trabajadores de baja extracción social trabajando, los planos de un arquitecto que supo embellecer una obra sencilla...
De pronto los muros del cuarto comenzaron a derretirse, sus manos se hincharon, su piel se tornó grisácea y sintió un enorme dolor en la pierna izquierda, obteniendo, curiosamente, un gran placer, como el que proporcionaría un excelente masaje, en la pierna derecha. Aquello le desasosegó, ¿que significaba? Las paredes eran ya casi un puré de papel cantarín. Supuso que sería una pesadilla, o quizá una alucinación provocada por la falta de sueño y el abuso del whisky, en cualquier caso, siempre pudo ser una castigo divino provocado por su ambición laboral, o por su exceso celo en conocer.
Súbitamente comprendió que se estaba muriendo, su vida se esparcía por el aire, como las hojas de los árboles en otoño. Debía ser la cena, estaría intoxicada, quizá estaba sufriendo un ataque al corazón, probablemente el castigo de Dios llegaba su fin. ¿Por qué Dios querría castigar a alguien como él si otros muchos cometieron mayores pecados? ¿Quizá como con el caso del secretario ascendido, no supo ver las condiciones?Aquello no podría carecer absolutamente de sentido, ciertamente, Dios debe ser como un enorme e inmisericorde dado. El absurdo reina, A.

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