lunes, 18 de enero de 2010

No es tan horrible

No se está tan mal, no es tan horrible. He de reconocer que al comienzo, una vez pisada la árida tierra negra que impera en este lugar, me sobrecogí. No comprendí en un primer momento aquella extraña situación, claro que, tampoco dudo que aquello debía ser mero formalismo. Supongo que hasta el más viril y despreocupado compañero hubiese sentido la misma sensación de incertidumbre y pavor, como un no estar. Es difícil definirlo, supongo que ustedes lo habrán intentado imaginar con poco éxito, se trata de una emoción peculiar, el vacío, la desesperanza en su sentido más corporal, respirar el nihilismo. Debe asemejarse bastante a aquello que se siente cuando uno experimenta un profundo sueño, de los que se obtiene una sensación muy viva, en los que, pese a la confusión de las formas y lo onírico de la narración, uno no dudaría de su carácter certero, no pudiendo entenderlo como un mero engaño de una razón cansada de someterse a las rígidas normas impuestas por las leyes de la sensibilidad. En tales sueños, cuando llega el cruel momento del despertar, uno duda de su posición, y no acaba de atinar, hasta pasados unos instantes, si el sueño comienza o finaliza. Para mayor pesar del sujeto que despierta, generalmente, tras haber sido imbuido en situaciones que proporcionaron una mágica satisfacción a sus más íntimos deseos, topa con una realidad nada grata que resquebraja en pedazos sus vanas ilusiones, e inevitablemente, siente cierta ira momentánea dirigida hacia su propia mente, por atreverse esta, sin su permiso, a jugar así con sus interioridades.
Creo que no es necesario explayarse más con vagos paralelismos y ejemplificaciones estériles, lo que venía diciendo, es que este tipo de movimientos se producen en el interior de uno cuando se haya por primera vez en este asombroso entorno, tales movimientos de placas tectónicas son con los que uno debe lidiar en sus adentros durante los primeros instantes, mientras concibe y asimila su nueva realidad. Hablo, por supuesto, de la llegada primera al Hades, al inframundo, a la urbe sacra de los muertos, y, no lo duden, me refiero a este destino ya como nuevo hogar y no como lugar de paso, tal como lo cuentan viejas leyendas en las que héroes de la talla de Odiseo u Orfeo vagaron por estas infértiles tierras manteniendo su vida bien resguardada bajo el manto de su piel.
Pero uno pronto se adapta, al fin y al cabo, pese a haber dejado de ser un cuerpo vivo y capaz, uno parece mantener ciertas características anteriores, y entre ellas, sin duda, destaca la de la adaptabilidad. Todo depende en muchas ocasiones de las perspectiva adoptada, es tópico fácil el de proveer consejo instando a un nuevo modo de mirar lo que rodea al aconsejado para que este pueda alejarse de miedos y melancolías, pero por tonto que sea o manoseado que esté, ello no resta energía a su veracidad. Cuando uno llega a tierra extraña, siento su alma todavía en aquellas lindes que atrás dejó, y añora los aromas de su vida pasada, sin embargo, tarde o temprano, a excepción quizá de caracteres muy concretos cuya compleja personalidad de pose novelesca impide la realización de lo que ahora mismo estoy considerando como generalmente inevitable, el sentimiento de pertenencia al nuevo hogar y su valoración positiva, se materializan.
Sentado yo en la trémula barca del ujier del infierno, Caronte, acongojado por su seco silencio y la inexistencia de un posible calor que aproximase su inequívoco camino a nociones homólogas a las que yo tengo del sentido de la vida, contemplaba el río de aguas verdosas y putrefactas cuyas exhalaciones anegaban mis encogidos órganos respiratorios. Aquel desolador paisaje aniñaría al más valeroso de los hombres, pues si quizá la muerte ya no era motivo de desesperación, el ácido dolor corporal aún podía mutilar cualquier tipo de tranquilidad, y, no me era desconocidos los relatos desalentadores de viejos personajes condenados eternamente a castigos de los que ya nunca podrían librarse, arrastrando con interminable cansancio duras rocas o siendo devorados por unos, literalmente, insaciables cuervos.
Sin embargo, ante semejante panorama, surcando el Aqueronte, siendo testigo del horror y la podredumbre de aquel lugar, empequeñecido por la inmensidad de las rocas que finiquitaban el espacio circudante en la altitud y la inmensidad de los horizontes que a través de aquellas aguas se divisaban, conseguí, del modo más nimio posible, empatizar con el callado y silencioso Caronte. El pobre, el incomprendido Caronte.
Su trabajo estigmatizó su leyenda, dotándole de un aura, me atrevo a decir, odiada por él mismo. Pavor y estremecimiento provocaba en los grandes coroneles, luchadores y marinos, todos temblaban ante su posible presencia, pues avistarlo, tan sólo una cosa podía significar. Pero el desdichado Caronte no es más que un mero peón, él, férreo y recto como el hombre jamás podrá serlo, cumple el papel al que fue arrojado con divina indiferencia. Otros disfrutarían cumpliendo su función, acrecentando sus enraizadas ansias de poder y dominación, pero Caronte, está por encima de todo ello, sabido de la naturaleza profunda de hombre, conduce sus almas con coraje, acompañado por una sabia imperturbabilidad, ajeno a las desgracias de las que es cómplice, pues conoce la respuesta a tanta absurdidad, la necesidad.
Esto pretendía expresar anteriormente, No pude entablar una conversación con Caronte, pero creo que pude entenderle, pese a su esencia impenetrable. Y si pude hacer algo parecido con él, aunque tan sólo fuese en mi libre imaginación, superé con mayor ahínco mi timidez y recogimiento ante el resto de compañeros de pena, aquellos muertos que junto a mí vagaban por la brumosa oscuridad. Fui uno más entre ellos, quizá no pudiendo disfrutar de festines en su compañía, y ajenos a los placeres del juego o el amor debido a nuestra etérea existencia como podridos fiambres andantes, pero disfrutando, dentro de lo posible, de mis nuevas amistades, y enemistades, en mi nueva casa.
Juntos despreciábamos, no en ocasiones sin cierto temor a ser escuchados, a los obscenos dioses que con nuestros espíritus alimentaban su ocio, así como a aquellos indeseables que bajaron sus pantalones ante la presencia de estas divinidades para obtener su gracia y poder descansar eternamente en los campos elíseos, rodeados de lujos y facilidades, pero nos enorgullecíamos a la par de nuestra difícil existencia(o no existencia) entre horrendas dificultades, pues nos convertía en hombres dignos de respeto y henchidos de dignidad.
No es tan horrible, decía, encontrarse sosegado si uno acepta su lugar, aquello que es, y que no puede no ser. Quizá me fue sencillo encontrar la calma cuando pude rodearme de incuestionables amigos en los que apoyar mi existencia, pero aquello sólo fue un pequeño elemento más. Lo sabio, lo indubitable, es ser consciente de que hay cosas que son, y no nos es legítimo alterarlas, pues nos superan. Debemos, y espero que no se me malinterprete, postrarnos ante la fatalidad, y aceptando su incontestable peso sobre nosotros, podremos entonces alzarnos con la mayor majestuosidad imaginable en el reino de la posibilidad.

4 comentarios:

  1. Tu sentido de lo trágico me abruma.

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  2. Y eso me lo dices tú, que me dejas paralizada con tus palabras.

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  3. "...la desesperanza en su sentido más corporal, respirar el nihilismo..."

    Aún cargado de tan barrocos y ostentosos términos, tu brutalidad cala hondo en verdades.

    C:

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  4. "[···]topa con una realidad nada grata que resquebraja en pedazos sus vanas ilusiones, e inevitablemente, siente cierta ira momentánea dirigida hacia su propia mente, por atreverse ésta, sin su permiso, a jugar así con sus interioridades."


    Muy acertado en mi estado, mil gracias.

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