lunes, 25 de enero de 2010

Oda al fracaso

Siempre había sido un hombre digno, honorable, entero. Es cierto que no todo funcionó tal y como pretendió, y quizá no pretendió todo lo que funcionó, pero en aquellos momentos de grandeza inesperada o en las etapas de miseria y fracaso, siempre, había sabido mostrarse a la altura, inexorable, imperturbable, estoico y caballeresco, pero también fiero como un león africano que tuesta su lomo al sol. “¿Mostrarse ante quién?” Preguntará el quisquilloso, el siempre presente grillo del remordimiento que hace cri cri y al que, como ante el detestado despertador, no puede uno darle la espalda. Contestemos con seguridad, como lo hace el inocente que es juzgado, el hombre pulcro. Siempre se mostró digno ante todo aquel que supiese admirar, interpretar y percibir la grandeza de los hombres. Ya no podía alardear con sutileza de sus tierras, como haría un respetable señor medieval y ya no exhibiría los cascos de sus enemigos muertos en batalla, pues los tiempos de crudeza y bestialidad quedaron atrás, los días de brutalidad sanguinolenta y de sana felicidad animal, pero siempre representaría el ideal del hombre civilizado.
Casado con una mujer de alta cuna, dejó como descendencia a tres varones tan brillantes como él, dispuestos a apoderarse con su buen hacer del mundo sin topar con problema o queja ninguna.
Su buena presencia, sus cuentas siempre limpias y pujantes, la elegancia, compañera inextirpable en sus conversaciones, en sus actos de presencia, simplemente, en su mirada, quizá, atractiva. Sus empresas, los comentarios en la prensa sobre su persona...todo, todo era envidiable, siempre viril, encomiable. Su inteligencia era superior a la media, sus elocuentes intervenciones, reconocidas y citadas en abundancia, siempre era consciente de qué se hablaba, y se defendía con comodidad, fuesen expertos especialistas en la materia tratada sus interlocutores o no. Sus escritos, exquisitos, alimento altamente estimado por la más feroz e insensible crítica. Su moral, la que todo ser humano quizá debiera apropiarse, la que se basa en la convicción y en el auto-perfeccionamiento.
Ya había perdido sus energía, se acercaba a los noventa años y su salud no podía mantenerse vigorosa. Se cernía la sombra de la muerte sobre él, y, lúcido aún, era consciente del poco tiempo que le quedaba, achacado continuamente por problemas respiratorios y subidas de tensión, en los que, y espero no resultar monótono, aún era capaz de mostrar su majestuosidad, como un anciano Sócrates bebiendo la cicuta.
Compró su ataúd, fabricado en una exquisita madera de secuoya, importada de California, ornamentado con florituras talladas en marfil y en cuya parte frontal resalta una placa de mármol cuyo relieve representa a Zeus, el famoso dios griego. Éxito, éxito, éxito, altura, nivel, dignidad. Como un personaje de una ideológica novela de Ayn Rand. Un caballero moderno, Un Médici, quizá un descendiente de Marco Aurelio, estoico, como dijimos, honorable.
Se acercó a su futura tumba, y ante el brillo de la barnizada madera del ataúd, vio reflejado su rostro, que pese a la distorsión de la luz, aún mantenía un aura de poder. Allí vio a un digno e infeliz fracasado.





Y es de pronto, al leer la última oración, cuando el lector verdaderamente siente interés por el personaje. Más bien, por la persona. Desde Ulises a Horacio Oliveira, nunca nos interesó el éxito ni la felicidad.

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