miércoles, 9 de diciembre de 2009

La botella -o la Voluntad objetivada a través de una extraña alegoría-

Reflejos rosados y brillos cegadores se dibujaban en el cristal de la botella. Bebida alcohólica de marca desconocida, quizá producida siguiendo una técnica tradicional por alguna familia de los alrededores, para su propio uso privado, o como objeto a regalar a cambio de gratitud o mejores intercambios económicos. Si su sabor fue debido a ese posible proceso tradicional, mejor al que comúnmente acostumbran las bebidas fabricadas en masa, es algo que como el mismo verbo utilizado al comenzar esta oración indica, ya no podemos saber. Lo que es indudable es que si bien pudo tener un etiquetado que alguien arrancó con habilidad para que no quedase rastro alguno de pegamento ni de esas tiras del papel que inevitablemente se quedan adheridas con una vigorosidad digna de envidia, la forma del recipiente no se asemeja en absoluto a la de ninguna bebida alcohólica que podamos encontrar en un supermercado.

Y si ya no hay rastro, visual u olfativo, del contenido de aquella botella, su aspecto singular impide asociarla con bebidas alcohólicas, cuyo protagonismo en nuestras sociedades es indiscutible(con un cariz estético diferente al de otros tiempos, matiz que el capitalismo moderno ha otorgado a todos los vicios) y no existe vestigio alguno de etiquetado...¿cómo se atreve el señor narrador de este extraño relato a afirmar con rotundidad que la botella contenía alcohol y que posiblemente fuese producido de modo casero? Exenta de dificultad está la pregunta para el relatador, que dueño de su historia, y no entraré en diferenciar a cantautores de juglares, se afana a realizar preguntas trampa como si estas proviniesen verdaderamente del lector para así demostrar su nada desdeñable omnisciencia. Y así responderá, afirmando con severidad que como narrador omnisciente, y aún más, si es cantautor o un juglar con imaginación, omnipotente, narra y deja de narrar cuanto le apetece sin la menor duda de que aquello que cuenta jamás será equívoco.

Pero dejemos estas innecesarias interrupciones y volvamos a la botella, cristal translúcido que refleja la límpida luz solar entre escombros y desperdicios que seres humanos, bárbaros y salvajes, han dejado en aquel lugar esparcidos, inconscientes del dolor provocado en todos aquellos objetos repudiados y olvidados que allí se reúnen artificialmente, como ancianos en sus residencias o locos en sus manicomios. Una triste botella, abandonada tras haberse exprimido todo su contenido en inmorales y hedónicas borracheras, rodeada de cientos de congéneres inanimados que también merecen ser antropomorfizados.
Que nadie pretenda que este corto relato continúe una senda fantástica, o marxista, y crea que la botella, cuyo aspecto corporal como dije era bien particular y que cada lector puede imaginar por su cuenta, junto al resto de compañeros de presidio unirá fuerzas para rebelarse contra las cúpulas de poder opresoras, pues como bien se ha explicitado, hablamos nada más que de objetos inanimados. Sólo les es legítimo pudrirse y degradarse con el paso del tiempo y esperar a que quizá algún pobre harapiento los recoja para su aprovechamiento. ¿Pero y si sienten realmente? Confuso es el término real en el entramado de esta historia, pero, para acercar la pregunta al que ya se está hartando de abstracciones y sinuosas entradas y salidas de los estratos narrativos...¿y si sienten las plantas? ¿No sería horrible?
Respuesta anónima: ¿Que más dará? Si ya sabemos que nuestros actos dañan a los humanos, que sienten y padecen, y aún con ello continuamos provocándoles dolor, a veces en un flujo de sufrimiento en el que el mismo torturador es partícipe, no afectará a nuestras costumbres el hecho de que las plantas tengan sensibilidad.
Respuesta del narrador: No sienten, no te aflijas, soy el que decide. Y si, escapándoseme a mí mismo los vericuetos de mis propios mundos, los vegetales, como estos objetos condenados al ostracismo, sintiesen, nada podrían decir, y nada podrían expresar, aprovechándose el causante de sus miserias de ese mutismo, o lo que es más trágico, desconociendo las consecuencias de sus actos. Quizá por eso cuento estas tonterías, para que nadie me confunda con una pequeña piedra, y sólo buscando fugaz entretenimiento, me golpee con una enérgica patada.

Retornamos, pues, a esa botella abandonada, que continua allí día a día, que se mantiene firme ante las inclemencias metereológicas y que, sin apenas un humano gesto de autocompasión, supera inamovible el desengaño de la vida. Pero, ¿cómo finaliza todo esto? El experimentado espectador no puede esperar que la narración acabe sin apenas un acontecimiento que conlleve a un desenlace, sea bonito, desagradable, deseable o artificioso entre otra miríada de posibilidades. El ecologista querrá que esos desamparados utensilios ya obsoletos se conviertan en otros nuevos a través del reciclado, el religioso que un tetrabrick mesiánico les salve del sufrimiento terrenal, el chiquillo sensible que su jovencita amada le regale tan peculiar objeto como signo de su atracción por él, y el cliché de poeta parisino pretenderá que un viejo adorable pese a su posible adicción a la droga acoja la botella entre sus peculiares objetos de mágico encanto, entre los que perfectamente podrían encontrarse un acordeón de vivaces colores ya desgastado, un sacapuntas con forma de sapo que extiende la lengua a cada vuelta de lápiz y una pitillera adornada con un dibujo que podría fácilmente confundirse con un Lautrec. El tiempo dirá.

¿Que importa que esto acabe así? No es sólo intención de evitar el esfuerzo necesario para idear una conclusión que pueda agradar o que al menos recubra un mensaje hermoso o veraz. Los mensajes, pequeñas anotaciones en post it, garabatos al margen de un libro, acordes inconexos, ya se han ido diseminando por cada renglón, espero que también en vuestras mentes, ese sería el más hermoso de los finales.

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