jueves, 12 de noviembre de 2009

Feliz, excepto cuando se apagan las luces, el momento de mayor lucidez

Un jardín descuidado que alguien olvidó mantener con cariñosos riegos. Flores marchitas y arbustos sin podar que se entrelazan sin armonía. Libertad que profetiza la muerte, primaria naturaleza que olvidó alimentar a sus retoños, necesitada de una mano protectora. Así se encontraba aquel patio interior suyo, antaño frondoso y vivo. Abrió la boca para pronunciar palabras que se perderían en el silencio y tan sólo pudo expirar hojas secas y polvo. Versos emborronados, sillares desvencijados, ruinas, miseria del tiempo impío. Maldijo a los sabios monjes copistas que reproducirían su vida en otros idiomas o en otros pergaminos, a los malintencionados defensores de un eterno retorno, eterno dolor, eterna pusilanimidad.
Pero los andares ágiles no perecieron, las miradas cordiales, el suspiro por el cuerpo desnudo de musas callejeras y fugaces, el peso de la sabiduría que apremiaba por su rescate, la preocupación sincera por los problemas de su tiempo, de su mundo. En definitiva, aún seguía queriendo, aún mantenía la ambición, aspiraba, pretendía, ansiaba, codiciaba, en lo placenteramente pecaminoso y en lo ingenuamente puro y bondadoso. No todo eran suspiros de anciano, sus ojos también brillaban mirando al porvenir. Qué interesante paradoja la de aquel tipejo, muerto pero vivo. Un templo que se sostenía sin pilares. Esperanza, traidora, espejismo barato de presdigitador, continúa mintiendo a ese infeliz para que no se desmorone.

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