lunes, 19 de octubre de 2009

Síndrome de Stendhal

Era la primera vez que acudía a uno de aquellos rituales al considerar sus padres que ya alcanzaba una edad mínima adecuada para entender el entorno en el que se encontraba y que permitiría que se comportase con corrección. Le rodeaban rostros compungidos y serios, unos pocos se escondían de las miradas ajenas, entre silenciosos sollozos. Las palabras del sacerdote resonaban por la capilla creando lo que para él era un terrorífico efecto dramático que probablemente intensificase los sentimientos mezcla de dolor y misticismo que los religiosos allí presentes podían llegar a sufrir.

Llegó el momento de moverse lentamente con su familia para acercarse al ataúd en el que se encontraba el cadáver. La experiencia de vislumbrar la muerte cara a cara por primera vez no le resultaba atractiva en absoluto, mucho menos aún si era junto a su familia y ante decenas de personas. De pronto se cortó su respiración al ver el rostro sereno y tranquilo de aquella muchacha que nunca conoció. Entendió lo traumático que debió ser para sus padres ver morir a su propia hija, y compartió esa angustia durante unos instantes. Era la joven mas absolutamente bella y atractiva que jamás había visto. La imaginó atrapada en un profundo sueño, moviendo levemente aquellos labios carnosos, erizándose el vello, emitiendo calor a través de una pausada respiración. Sintió la tentación de besarla, de acercarse a su frío cuerpo y rozar sus labios con sus labios muertos e inertes. Tan joven, tan bella, con aquellos rasgos puros, piel tersa y nívea, el cuello manierista, el cabello del color del trigo, como un antiguo poema que siempre permanece, una verdad inmortal. No pudo sentir mayor tragedia que aceptar que aquel cuerpo sin vida que llamaba a la pasión y la satisfacción de los sentidos acabaría enterrado bajo tierra, pudriéndose, y que nunca más podría ser contemplado con gozo y admiración como él lo hizo, con auténtico estremecimiento, deseando que el tiempo se paralizase, enamorado. Era doloroso ser consciente que nunca podría abandonarse en el cuerpo de aquella e inocente maravilla, pero lo que realmente escocía en el alma, era que la muerte rasgara por completo cualquier posibildiad de que una chica tan hermosa puediese jamás disfrutar de los placeres que alguien como él, encegado por su belleza, hubiese podido ofrecerle.

Aquella noche lloró todo lo que no había llorado en el entierro.

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